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Paterson, cuando la rutina es la virtud

Reseña de la película Paterson (2017, Jim Jarmusch)

PELÍCULAS

Paula Canseco

4/22/20242 min read

En ocasiones, una película es buena solo porque es sencilla. “Un conductor de autobús al que le gusta Emily Dickinson”, dice sorprendida una joven poeta con la que dialoga el protagonista, un hombre criado en el pueblo de Paterson, Nueva Jersey, y cuyo nombre es, curiosamente, también Paterson. Esa línea de diálogo podría servir como sinopsis de una cinta que, en realidad, esconde mucho más de lo que enseña.

Aunque cuesta, en un principio, encontrar la marca autoral de Jarmusch, la obra se abre paso por méritos propios. Aquellos personajes a la deriva que deambulaban por los Estados Unidos de Extraños en el paraíso se concentran aquí en un hombre de gestos rutinarios: de lunes a viernes conduce un autobús que recorre siempre la misma ruta, pasea a su perro por las mismas calles, toma la misma cerveza en el mismo bar. Sin embargo, cada día ocurre algo, existe un detalle que convierte lo monótono en singular, y que él se ocupa de recoger en su libreta, el lugar secreto donde le oculta al mundo sus poemas.

Su esposa, en cambio, construye su mundo de manera opuesta: una artista multidisciplinar que cada mañana, impulsada por los sueños surgidos en la noche, formula nuevos retos artísticos con los que llenar su vida. De esta manera, a través del juego de opuestos, Jarmusch cimienta una narración que nos habla del ser humano, de cómo lo aparentemente antagónico es en muchas ocasiones una bella forma de correspondernos. Él apoya sus decisiones cambiantes, ella estima sus poemas y le alenta a compartirlos con el mundo.

Paterson, hogar de otros poetas como su admirado William Carlos Williams o ciudad de inspiración para Allen Ginsberg, es también la línea de autobús que conduce el protagonista, donde día a día escucha con cuidado las conversaciones de los pasajeros. La película, a través de un montaje repetitivo, deja vislumbrar poco a poco los fragmentos de luz que se abren paso en la inercia de la vida cotidiana, convirtiendo la cinta en una pequeña gran metáfora visual que apela de forma directa a la fortuna de coincidir con las personas que nos rodean. Jarmusch erige una historia pequeña que narra más allá de lo que muestra, y construye así una modesta poética de la cotidianidad que resulta, al tiempo, de una humanidad mayúscula.